Ignacio Armada | 06 de octubre de 2019
Al igual que Garci, el protagonista de «El crack» hace lo que le dicta su conciencia. Una actitud que se reprocha en España, quizás porque los demás hacen lo que le da la gana a otro.
Aunque sería más lírico empezar diciendo que fue hace muchos años, en una época en que el mundo y uno mismo éramos jóvenes y pensábamos que los días que vendrían iban a ser como copas del mejor bourbon o, al menos, botellas de Coca-Cola de esas de cristal verde que ya no quedan desde hace tanto tiempo, lo cierto es que ha sido muy reciente. Ni siquiera puedo aducir que aquel tipo vino a mi oficina acompañado de una rubia de esas que pestañean y hacen volar los cuadros de las paredes, y que me hablara del asunto mientras yo repasaba mi armamento y le ofrecía un gimlet.
No. Esto fue hace más bien poco. De hecho, anteayer. El individuo se me plantó en medio del camino, en plena acera, y me espetó, con su barba talibana prolongada en esa corbata fuera de época, un corbatín a lo Bogart, y con su gesto más duro: “¿Te acuerdas todavía de mí? Sí, soy Pablo. No te queda salida. Tienes que investigar eso de El crack. Y no vas a cobrar gastos esta vez”. “¿Qué crack? ¿El cero?”. “No, los otros. Venga, el uno y el dos. Vamos, un, dos, un, dos”.
Así que en ello estoy. Otro caso. Otra investigación. Con que El crack, ¿eh? Bueno, ya sabemos de qué iba esto. Cine español. De ese que llamábamos entonces “de la democracia”. Como si eso se lo puede creer alguien en España. Otros lo llamarían de la “Transición”. Pero El crack y El crack II no transitaban hacia nada. Eran oraciones sin complementos directos, totalmente intransitivas. Han estado deambulando o vagando, más que transitando, durante casi cuarenta años por nuestra industria, nuestras pantallas, nuestras televisiones. Y, un poco, en nuestras respuestas incisivas y en nuestro corazón cansado.
Porque son efecto de la nostalgia. Y la nostalgia, en manos de los mejores narradores o los más sentidos poetas, son invenciones, flores raras y artificiales. No vienen de una realidad recreada, sino de la imagen de un pasado que nunca fue, el remedo de unos héroes que nunca existieron sino en el interior de nuestra imaginación, donde son posibles las historias que la vida no permite.
Tenemos a Germán Areta, un detective privado español [sic] que ya es madurito y tiene una novia enfermera que tiene una hija pequeña y ni rastro de un marido. Areta también tiene un escudero, un choricillo al que llaman “Moro”, y una colección de conocidos que puede llamar amigos, como el barbero obsesionado con Rocky Marciano o su antiguo jefe de cuando estuvo en la Policía, el comisario al que llama todo el mudo “el Abuelo”. A Germán, en El crack le encargan que encuentre a una menor desaparecida, y en El crack II que espíe a un señor muy pinturero que luego está metido en un timo farmacéutico, con muertos de por medio, y no por medicación abusiva.
Investigar a Germán Areta no es muy estimulante, porque su vida es metódica y transcurre entre muebles de oficina de entonces (hoy serían la escala más baja de lo que puedes encontrar en un Leroy Merlin), sándwiches de queso de entonces (suponemos que con quesitos de La vaca que ríe, aunque no sepamos nunca de qué) y mantitas de siesta. Pero precisamente esa es una de las gracias de este díptico: que el crimen y lo policíaco no comparecen surgiendo de las sombras de la calle siniestra o del furgón policial, sino de una sociedad pequeño-burguesa de mesa camilla, de un Maigret disfrazado de Demonio de las armas.
Los que han escrito sobre estos dos largometrajes de José Luis Garci, filmados a principios de los años ochenta -cuando el mundo, más que niño, era crío y a veces niñato, menuda década-, afirman que son películas representativas de su época. Que en ellas se da un contraste buscado entre la cultura estadounidense y la española. Que por eso en la primera entrega se ven imágenes de la Gran Vía y de Nueva York (el aeropuerto, el Madison Square Garden y la Quinta Avenida). Y que el título es una clave para referirse a la España de entonces. Parecen las conclusiones de un informe policial de los de las novelas negras de a duro, donde la Policía, al contrario de lo que nos decían siempre nuestros padres, parece tonta. Toda una vida dedicada a la investigación del submundo, del lumpen, de la canalla, es decir, del cine, nos permiten ahora decir esto: ni contraste, ni España de entonces, ni nada parecido. Los cracks solo se parecen a ellos mismos, y de ahí su fuerza.
¿Saben en lo único que se ve que aquello es España? Pues miren, en cinco o seis cosillas. En que Alfredo Landa pasea con su novia filmado con teleobjetivo. Muy elocuente. En que ella dice en un momento frágil que le entristece ver la promo de la programación de tarde en TVE. En que el audio de El crack no se oye: se espía, porque alguien se empeñó en seguir la moda del sonido directo, y este se va directo al garete en lugar de a la trompa de Eustaquio. En que el ayudante del detective Areta es un tipo con patillas y pinta cadavérica que podría haber salido de una película de Eloy de la Iglesia de entonces, quinqui à la mode, y lo llaman “Moro”. En que la gente conduce rutilantes Seat y Simca 1000.
Y en algo más. Verán, hace casi quince años empecé a colaborar en un programa radiofónico de la cadena SER. Cuando entré el primer día y llegué hasta la quinta planta, el pomo de la puerta de entrada al estudio de grabación era un círculo de madera cien veces rebarnizado con el emblema de la SER. Lo reconocí de inmediato: sale en El crack, cuando el detective Areta va a hablar con un personaje implicado en el caso. Es el mismo pomo. Ha envejecido peor que las películas de Garci, pero aún resiste. Al empujarlo, pensé que Alfredo Landa lo había tocado después de atusarse el bigote. En otra escena, el Moro está a la espera de que le pasen a una persona al otro lado de la línea del teléfono, y comenta jocoso que hay una interferencia y que está escuchando a Luis del Olmo. Y entonces caes en que el programa que oye el Moro es Protagonistas. Que acabó hace un lustro, pero que empezó hace más de medio siglo. Fsssssh… España. Ah, y, con perdón, también hay «mala leche». Respuestas muy reconocibles para quienes vivieron los setenta, respuestas típicas del estilo bronquítico del desarrollismo cañí.
Por supuesto, también sale el Frontón Madrid, la gente juega al mus (en una de las secuencias mejor rodadas jamás por Garci ni por cualquier otro al que le guste la cartomagia), e incluso insultan con poca naturalidad a púgiles de boxeo que se zumban a la española. Pero eso no es Madrid: es Garci, ese niño de padre pintor al que llevaban de la mano al campo del Gas a ver la lucha libre, mientras su madre los esperaba en casa leyendo novelitas románticas. Así que esto no es cine negro, pero se le parece, porque es la nostalgia del cine negro desde el campo del Atleti. Y esto no es el mundo posfranquista, pero se le parece, porque se mezcla con la infancia y la juventud misma de Garci. Son solo realemas para lograr la nostalgia de una simbiosis materialmente imposible, pero cinematográficamente más que válida.
Bueno, indagando hemos averiguado algo sobre las historias, sobre los guiones. Los firman José Luis Garci y Horacio Valcárcel, que fue compañero de redacciones durante mucho tiempo. Y como una de las peculiaridades de Garci es que escribe sus guiones o mete mano en ellos, y luego resulta que sus diálogos son para enmarcar pero no siempre en boca de los personajes suenan naturales, creo que va a ser más interesante investigar al tal Garci que a Areta. A este tipo llamado Garci eso de escribir en plan poético le viene de lejos. Su nombre aparece ya de mocito en letra impresa en sitios tan insospechados como un coleccionable de tebeos pionero del “cómic adulto” (que no para adultos, seamos serios) llamado Drácula. En la portada de un par de libros con cuentos de fantasía con títulos tan raritos como La Gioconda está triste. En la cornisa de todas las páginas de un estudio, Ray Bradbury, humanista del futuro, que fue el primero que alguien dedicó en español, a décadas de distancia del siguiente, a uno de los mejores literatos que han dado los Estados Unidos en el siglo XX, siempre lastrado por haber practicado la fantasía especulativa, pero con un dominio metafórico digno de un vate modernista.
Garci también aparece en unas páginas verdes de la revista Nueva Dimensión, uno de los proyectos más alucinantes que ha dado la ciencia ficción, en España y fuera de ella. 148 números y 13 extras. Nadie sabe cómo lo lograron, salvo que tuviesen una máquina del tiempo y una pistola desintegradora de rayos. Debían de ser al menos catódicos, porque Garci también aparece ganando un premio en Nueva York por el guion de un corto, La cabina, dirigido por Antonio Mercero, y que sigue siendo una de las cosas más intrahistóricamente kafkianas que nadie ha tenido la osadía de hacer: mezclar a Delibes con la Dimensión desconocida. Por no mencionar un buen puñado de guiones de películas de la honrada e infravalorada “tercera vía” impulsada por Dibildos para hacer comedia dramática comercial, pero con cierta implicación social o, al menos, de actualidad.
Esto de darle a la pluma, o más bien a la Hispano-Olivetti (que es lo que respiran muchos de los diálogos de Garci, con ese hollín diminuto y embriagador del tiempo en que el mundo era periodismo del bueno, y los cuentos de buenos y malos, de últimos magnates y gatsbies muy grandes), a Garci le sirvió de mucho porque, según he averiguado, durante un tiempo colaboró con la radio en una emisora que -no lo van a creer- se llamaba Antena 3. He visto en una hemeroteca, gracias a un amigo al que conocí en una rueda de reconocimiento por tenencia ilícita de libros estupefacientes, una publicidad de la emisora en la que aparecían todos los presentadores con sus horribles trajes y melenillas tardofranquistas, y se dice ahí de Garci que todos los días locuta un cuento que escribe a diario para la emisora. Repito: todos los días. Jesús.
Con esos mimbres literarios, Garci llega a El crack. Y no se rompe, sino que se embala. Por entonces, un poco antes, y sobre todo después, se puso a dirigir cine como un loco. Esto no lo he investigado, porque ya lo sabe todo el mundo. Títulos: por supuesto, su famosa Volver a empezar, y también Las verdes praderas, Sesión continua, Asignatura pendiente, Solos en la madrugada, Asignatura aprobada, Empezar la reválida de la convalidada en el continuum de sesiones que vuelven verdes… en fin, que uno se hace un lío con todas ellas, porque todas son como un álbum de cromos de la crisis de mediana edad en el cambio de tercio histórico español. Y cuando ya parece que un cineasta se queda para los anaqueles y los anales (entiéndase como se pueda), hace Canción de cuna y cambia el registro totalmente, logrando grandes adaptaciones de materiales ajenos, como El abuelo, La herida luminosa, Luz de domingo, etc. y dramas intimistas varios de planificación muy estetizada. Y, de paso, se lleva varios premios de los gordos, entre ellos, el primer Óscar para el cine español, una década antes que nadie más en la piel de toro. Esto también lo sabe todo el mundo, aunque a algunos, con la nequicia cainita propia de estos lares, se les quiere olvidar con frecuencia.
También le dio por hacer televisión; no solo una serie de ¿fantaterror?, sino un programa de televisión, ¡Qué grande es el cine!, para sacarle partido a todas las películas magistrales del pasado que las cadenas compran al por mayor sin enterarse de que valor y precio no son lo mismo, y que John Ford o Bob Fosse van baratos porque son tejidos que se usan bien sin desgastarse. Y también montó una editorial para sacar libros sobre cineastas clásicos que, como ocurre siempre con los clásicos, todo el mundo tiene miedo de ver. Y una revista, Nickelodeon, donde, como sospechoso habitual y para provocar aún más a los gangs rivales, hizo que incluso los clásicos escribiesen junto a jovencitos indocumentados.
Es curioso esto, porque el tal Garci siempre aparece en sus películas rodeado de gente mayor o de mocosos. Técnicos y artistas veteranos, e individuos en sus comienzos. También esto ocurre en El crack y El crack II, con la veteranía de esa fotografía ascética y ambiental de Manuel Rojas, ese coguion del fogueado Horacio Valcárcel o esa ayudantía de dirección de José Luis Merino (que lo mismo había dirigido westerns que películas del Zorro en playas granadinas), junto a la música evocativa y la escenografía de interiores desolados de, respectivamente, el casi novato Jesús Glück y el imberbe estajanovista Félix Murcia. En El crack tenemos a actores entonces desconocidos o solo vistos en producciones de Garci, como Miguel Rellán o la periodista María Casanova. Qué descubrimientos. Y compartiendo plano, a tipos baqueteados (o golpeados ya muchas veces por las baquetas de la fusilería del cine y de la vida), como José Manuel Cervino o José Bódalo.
Garci se ha llevado varios premios de los gordos, entre ellos, el primer Óscar para el cine español, una década antes que nadie más en la piel de toro
Hay, además, un penduleo muy interesante entre las dos películas. Parecen dos partes de lo mismo, ni siquiera una continuación de la otra. Hay paralelismos evidentes que pueden leerse como autocitas, como prolongaciones o reiteraciones de cosas que, demonios, han resultado una vez y volvemos a hacerlo para que el espectador sepa que nos divertimos juntos. Que las dos películas comiencen con un intento de robo, remedando los arranques de las entregas de la saga de Harry el sucio de unos años antes, por parte de unos pandilleros encabezados por un tal Vareta (que no oculta que Garci, tan cinéfilo, veía la tele, porque Baretta fue la serie policíaca de más éxito internacional a principios de los ochenta; la veía hasta yo, y tengo noticia de que Vinicius de Moraes era incondicional de la serie). Que los dos villanos sean interpretados, primero, por Manuel Tejada y, después, por Arturo Fernández, dos guapos de esos que más que guapos son bien plantados y a los que la ropa cara les queda bien. Con eso se sabe precisamente que son malos, porque los buenos, al contrario que ellos, no comen ostras en restaurantes de lujo, sino bocadillos de calamares de pie en la barra de un bar de grasa española, es decir, en un bar español. Será muy simbólico, pero eso que se pierden los malos.
Y ahí está el Abuelo, el antiguo empleador de Areta que repite de una a otra; el comisario interpretado por José Bódalo que solo le da buenos consejos y le guarda las espaldas. Pues verán, el Abuelo, tras una vida de tratar con chusma y raterillos, cuando habla, cita a Kipling. Concretamente, la última frase de la versión en cine de El libro de la selva, que Garci debió ver en su infancia: “pero eso es otra historia”. ¿Te puedes creer esos malos? Pues supongo que están algo acartonados, pero el uno parece tan estirado, y el otro tan chatín, que al final te los crees. ¿Y a ese comisario? Caramba, si es que es Pepe Bódalo, el abuelo postizo que todos queríamos tener, incluso cuando él era joven. Pues cómo no te lo vas a creer, hombre, aunque cite a Hegel.
Y un último paralelismo. La primera película iba dedicada a Dashiel Hammett. La segunda, a Raymond Chandler. Al que se inventó la novela negra, y al que la escribió mejor que nadie. No sé a quién irá dedicado El crack cero. Tal vez a Ross MacDonald. O, a estas alturas, a Arturo Pérez-Reverte, que no escribe como los otros ni de lejos, pero le da también que da gusto a la ironía y al gesto hard-boiled. Pero hay algo en común entre Areta, el Philip Marlowe de Chandler y los personajes de Hammett: que la mentira les da asco, el dinero repelús, y que los anden manejando les saca de quicio, con la tenacidad suicida del que sabe que, si tiene algo que perder en la lucha, prefiere tirarlo primero por la ventana para pensar mejor. Al final, todo va de lo de siempre: de la decencia, de la renuncia, y de hacer lo que te parece que hay que hacer. Que es lo mismo que hizo Alfredo Landa en su momento aceptando ese papel de Germán Areta, abandonando años y años de comedietas landistas. Algo que a Harrison Ford, en tesitura parecida de cambio de registro, le costó bastante más emprender, siendo sin embargo un actor mucho peor.
Porque Germán Areta, al igual que Marlowe y al igual Garci, hacen lo que les dice su conciencia, que es lo mismo que eso que en nuestro país te reprochan de modo despectivo: “hacer lo que te da la gana”. Quizás porque los demás hacen lo que le da la gana a otro, y tienen por eso la conciencia prestada y no la encuentran. Muy de nuestro país. Así que, al final, van a tener razón los informes policiales de novela de a duro, y sí que los cracks representan nuestra idiosincrasia nacional.
Esto es España. Lo mejor que nos sale tiene olor a nostalgia y sabor a melancolía. Por algo será. Vamos de crack en crack hasta el catacrack. Y además, vamos haciéndolo en cuenta atrás. Y gracias a Garci ya hemos llegado al cero. O al fin. Aunque quién sabe. Pero eso es otra historia.
Cada temporada se compone de unos porcentajes, más o menos estables, de obras maestras, filmes interesantes, títulos para pasar el rato y bodrios absolutos, con todas las categorías intermedias que se quieran establecer.
La miniserie de HBO denuncia los métodos de la Unión Soviética para ocultar el desastre nuclear y sirve de homenaje a quienes evitaron una tragedia mayor.
Joaquin Phoenix se pone en la piel de uno de los villanos más famosos del cine en una película demasiado violenta. Garci desempolva «El crack», un homenaje al cine negro americano.